jueves, 9 de septiembre de 2010

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Animales

El otro día, después de saber que había leído la novela FIN de DAVID MONTEAGUDO, alguien que la estaba leyendo me hizo aquella pregunta de incómoda respuesta de si me había gustado. Me quedé un momento en silencio pensado qué dirección de las dos opuestas debía tomar, ya que fuera la que fuera después debería justificar tal decisión. No quería desalentar a mi interlocutor hasta el punto de hacerle perder el interés ni, por el contrario, generarle una fogosa expectativa que al final podría llevarle a una decepción tanto hacia la propia novela como hacia la fiabilidad de mi criterio. El libro me lo había leído un par de meses antes y la verdad es que en ningún momento me había planteado esa respuesta. Lo acabé, y eso supongo que ya es un buen argumento para alguien con un porcentaje de bastante más del 50 % de libros empezados y no terminados por falta de esa atracción necesaria para continuar por el camino de una historia. Como si tratara de una moneda que se echa al aire asumiendo que se acatará lo que salga, dije que sí a pesar de la algo trillada trama más propia de una película de terror de esas con insulsos guiones americanos fabricados en serie que de lo que se dice un buen libro: un grupo de amigos que hace mucho que no se ven se citan para pasar un fin de semana en la montaña, donde les empiezan a pasar cosas malas. Así de simple. Pero esas cosas malas y la estructura de los capítulos enganchan hasta tal punto que consigue provocar reacciones adictivas en el lector propias de series televisivas en las que nos emplazan sin remisión al próximo capítulo para saber quien empuñaba la pistola que se ha disparado en la última escena o con cual del catálogo de personajes ha engañado a su marido la protagonista de turno. Como no creí adecuado sustentar en esto mi respuesta, me esforcé un poco más y le hablé de lo que de verdad me había sorprendido de su lectura (sin profundizar demasiado, como he dicho antes se la estaba leyendo) que es la presencia de los animales en el desarrollo de la trama, una presencia progresiva e inquietante que permanece latente en todo el libro. En una escritura sustentada en gran medida y con solvencia en los diálogos, la narración se tensa y alcanza momentos brillantes cuando los personajes, en un entorno en el que sin ellos saberlo se ha perdido la hegemonía del hombre sobre el reino animal, se ven expuestos a su contacto en una situación de igualdad, de supervivencia, de hambre, y esos animales dejan de representar sus papeles de mascotas, de fieles acompañantes, de inquilinos de zoos o de circos, de protagonistas de documentales en la pantalla de televisión, para ser una amenaza cierta, para convertirse poco a poco en sus depredadores. Así unas dosis bien administradas (que empiezan cuando la novela ya ha alcanzado más de cien páginas) de ladridos lejanos de perros o de extraños graznidos de aves no identificadas, sirven de preámbulo de la aparición de supuestos jabalís que pasan demasiado cerca, buitres saliendo de habitaciones de casas deshabitadas, hordas de cabras desbocadas en un desfiladero, dromedarios que pasan por una calle estrecha, osos irrumpiendo al otro lado de la plaza del pueblo, bandadas de galgos que de pronto se multiplican a su alrededor (magnífica descripción de la secuencia) o la aparición repentina de un tigre hambriento. Sirva un breve ejemplo: Pero al mismo tiempo resulta terriblemente inquietante y amenazador pensar que sólo hay una fina membrana que separa la contención de la masacre, y que esa membrana se está tensando hasta la exasperación, y que sólo hace falta una sutil aceleración, un movimiento más brusco, para que se desate todo el poder contenido de la jauría. Apariciones que ponen al descubierto no sólo la fragilidad del hombre ante el reino animal en circunstancias que no controlamos sino el ancestral pánico, a veces en forma de aversión o a veces en forma de verdadero terror, que quien más quien menos le tiene a los animales, al perro desconocido que de pronto viene directo hacia nosotros, a la abeja que sobrevuela al lado de nuestra cara en esas comidas de verano, a la visión repentina de la araña en algún rincón de la cocina o al reptar de una serpiente sobre las hojas muertas del bosque, a ese contacto en las piernas que nos parece intuir cuando nadamos en la playa demasiado lejos de la orilla. Los hemos convertido en sumisos animales de compañía, en operarios a nuestro servicio, en ingredientes de nuestros platos, en admiradas criaturas en su entorno salvaje (mientras los veamos desde el otro lado) y así permanecen en esa situación de equilibrio cuando y donde se mantiene la supremacía de nuestro género y la civilización que hemos edificado, pero qué pasa si toda esta civilización se desmorona. Ese recurso de presentar al animal como amenaza del hombre (tiburones, cocodrilos, hormigas asesinas, serpientes gigantescas, perros diabólicos,..) tan utilizado en el cine de género consigue en la novela tensar la trama y reforzar el drama de la nimiedad del hombre cuando sale de esa protectora burbuja de civilización que se ha construido. Y lo digo mientras tengo a mi lado a mi perro Bruce (que está conmigo por razones que no vienen al caso a pesar de que nunca me hayan gustado especialmente los animales domésticos) haciendo cada vez más cierto lo que dijo el filósofo de que cuanto más conozco a las personas más quiero a mi perro y que me mira con esa fidelidad y esa sincera devoción que siempre me profesa, por ahora.
En FIN, le dije que sí me había gustado. Luego hablamos del autor de este su primer libro, un trabajador de una fábrica cualquiera que empezó a escribir a los 40 años y cuyo borrador, después de ojearlo por encima según sus propias palabras, el prestigioso editor Jaume Vallcorba se llevó personalmente a casa un fin de semana, y que ahora ya lleva no sé cuantas ediciones.
Artículo de www.agitadoras.com
"Pienso que es bueno que en un relato haya un leve aire de amenaza... Debe haber tensión, una sensación de que algo es inminente"

Raymond Carver

Datos personales