miércoles, 16 de febrero de 2011

Postales en movimiento: 3

Publicado en 7 voces

Bastaría con unas gotas diluidas en un vaso de agua para acabar con su vida. Unas gotas y pondría fin a esta enorme soledad que la atosiga desde hace tiempo, que la asfixia y que le duele como esas torturas que se detienen justo antes de provocar la muerte, para volver a empezar con lo mismo un poco más tarde. A su edad y sin seres queridos ya no le queda nada por lo que seguir adelante y más desde que ya no tiene a su perro que ha estado con ella los últimos dieciocho años. Eso, precisamente, hizo que acabara por decidirse. Si la muerte seguía ignorándola sería ella misma la que saldría a su encuentro.
Los días se conectan entre ellos como grilletes oxidados de una cadena en desuso. Sólo una mínima conversación por las mañanas con alguna dependienta del barrio donde acude a comprar las cuatro cosas de supervivencia, que medio la escucha casi sin mirarla, sin dejar de atender a sus labores. Y luego la soledad de las comidas, la tarde larguísima y las noches acribilladas por el desvelo.
Bastaría con unas gotas pero hoy tiene invitados. Desde cuándo no tiene visitas, desde cuándo nadie se sienta en el sofá del pequeño salón de su casa a preguntarle cómo se encuentra, a interesarse por ella. Ni lo sabe. Sólo esas llamadas insistentes a todas horas, encuestas de mercado, compañías telefónicas, seguros, cambios de calderas del gas con facilidades de pago, préstamos con intereses reducidos, mensajes publicitarios pregrabados. Antes a todo decía que no, colgaba sin más el teléfono o no lo cogía, pero desde que está completamente sola ha bajado la guardia y ha empezado a contestar extensas encuestas telefónicas, ha aceptado créditos, ha contratado seguros de todo tipo y cosas que no entiende de conexiones con velocidades de vértigo, según le dicen, y televisiones de pago, ha dado los datos de su cuenta bancaria a toda voz que se los haya solicitado. Tampoco contestaba antes al timbre de su puerta pero desde hace poco lo hace, aunque hasta hoy no ha dejado que pasaran. Acumula en la cómoda del recibidor folletos de prácticas religiosas diversas, de empresas de congelados, de ventas por catálogo, de excursiones de domingo con regalo incluido, de encuestas de intención de voto que ha de rellenar antes de que vuelvan a recogerlas.
El timbre de la puerta la sorprende sacando el pastel del horno. No sabe exactamente quién viene porque ha perdido la cuenta. En todo caso serán los primeros. Los pasa al comedor sin atender demasiado ni a sus saludos efusivos ni a sus explicaciones de presentación del producto, o del catálogo, o del Dios, o de lo que sea. Los acomoda en el sofá y vuelve a la cocina. Bastaría con unas gotas pero ha introducido el líquido en una de sus jeringuillas que clava en el pastel sin pensárselo dos veces. Conforme el cilindro transparente se vacía el contenido se expande entre las esponjosidades de la masa, manteniendo el flujo de inyección constante sin presionar demasiado la lengüeta de apoyo para que quede bien repartido. Cuando aparece en el comedor con los tres platos de postre y las cucharillas hay dos personas sentadas en el sofá que le sonríen amablemente, dispuestas a convencerla de algo.

martes, 1 de febrero de 2011

Fotografiar la muerte

publicado en www.agitadoras.com

Sólo en las pesadillas podemos ver el rostro de nuestro asesino y seguir viviendo.
Levanta la cámara digital a la altura de su cara y al activar el botón de power aparece la imagen lejana de las tres personas a las que se dispone a hacer la foto. En la pantalla cuadrada las figuras de su hija, su mujer y su suegra, según la noticia, ensayan una sonrisa acogedora, tierna, sin excesos ni estridencias, formando una improvisada estructura piramidal, una simetría casi perfecta en el escaso espacio que queda entre la pared grafiteada y el coche aparcado en el callejón. Los colores vivos de sus atuendos destacan tanto que todo lo que queda tras ellas es poco más que un fondo apagado, un decorado que no tiene ninguna importancia. Corrige el enfoque, aprieta el ojo contrario para precisar el objetivo. Todavía las figuras no están del todo bien encajadas en el marco ni tienen la dimensión más adecuada. Son las tres mujeres que conviven con él y los cuatro han salido a la calle, a la misma puerta de su casa, después de cenar juntos el día de nochevieja y brindar por el año que empieza. Es la costumbre del lugar recibir en la calle el nuevo año viendo el despliegue de fuegos artificiales. Acerca otra vez el ojo derecho al visor mientras con el dedo activa el botón del zoom hasta conseguir el encuadramiento deseado. La sonrisa de las tres mujeres permanece igual de serena mientras esperan que el destello del flash de la cámara las eternice. A escasos metros de donde están pasan grupos de jóvenes celebrando con cánticos, bailes y consignas de esperanza la llegada del nuevo año, el sonido de la felicidad colectiva que se mezcla con las bocinas de los vehículos y el estallido de los petardos que iluminan el cielo. El cerebro ya ha dado la orden a su dedo índice para que apriete el disparador cuando se da cuenta.
Todo ocurre muy deprisa. Detrás de las tres mujeres que siguen posando sin moverse para evitar que cualquier corrección de última hora pudiera estropear la instantánea hay dos figuras extrañas, dos intrusos que antes no estaban. En un primer momento debe pensar que son dos jóvenes temporalmente escindidos de alguno de los grupos que pasan más allá del callejón, que al ver que alguien está haciendo una foto se han acercado y han querido hacerse los graciosos, aparecer también ellos antes de volver a incorporarse a su grupo para seguir la fiesta, antes de volver a cantar y a bailar con sus amigos que han seguido hacia adelante, felicitando el nuevo año a todos los que se cruzan con ellos. Se fija en el que hay más a la derecha, un adolescente en actitud tensa que parece esperar que algo pase con la espalda pegada a la pared, como queriéndose marchar de allí pero queriendo quedarse al mismo tiempo. El cómplice. A través del visor de la cámara, su mirada le lleva hacia el otro y es entonces cuando llega a ver por un instante el rostro de su asesino y no es ninguna pesadilla, cuando sin saberlo está fotografiando a su propia muerte. Ve la gorra azul que lleva en la cabeza con la visera puesta del revés, los ojos que le miran fijamente, el cuerpo apoyado en el lateral del coche para mantener más equilibrada la posición de tiro, las manos abrazando la pistola que le apunta, el dedo en el gatillo, el fogonazo blanco cuando la bala sale disparada.
Una fotografía es como un cuento narrado en primera persona. Un cuento que se empieza a escribir teniendo muy clara la historia en la cabeza.
El tipo fue detenido unos días más tarde gracias a la fotografía, según la noticia. La tarjeta la sacó una de las tres mujeres de la cámara que había quedado en el suelo, ensangrentada y rota por el golpe de la caída y la entregó a la policía. La gorra azul que llevaba puesta la noche del asesinato era la misma que tenía en la cabeza cuando lo sorprendieron los agentes. Luego no fue difícil contrastar que se trataba de la misma cara. Como en uno de esos duelos que los dos contendientes se disparan a la vez cuando se da la señal bajando el pañuelo, él fue alcanzado y abatido primero, pero antes de morir también logró alcanzar al otro con su disparo.
Es sólo en las pesadillas que podemos ver el rostro de nuestro asesino y seguir viviendo.
"Pienso que es bueno que en un relato haya un leve aire de amenaza... Debe haber tensión, una sensación de que algo es inminente"

Raymond Carver

Datos personales